Ilustrador: Raúl Campuzano
María volvía a mirar el mapa que tenía en las manos con preocupación. ¿Cómo había llegado a aquel lugar otra vez? El mismo claro en el bosque, la misma roca, los mismos árboles. Se sentó por tercera vez en la roca mientras intentaba leer aquel mapa ilegible, aquel mapa que parecía escrito en otra lengua desconocida para ella. Lo lanzó contra el suelo con frustración. ¿Y ahora qué? ¿Esperaba que alguien viniera a rescatarla como una damisela en apuros? No podía ser. Si se había apuntado a la carrera de orientación era para probar que podía hacer las cosas ella misma, sin la ayuda de nadie, ser autónoma por un día, independiente… Por supuesto no había tenido en cuenta que ya le costaba diferenciar la derecha de la izquierda en su vida cotidiana… ¿Qué problemas podía tener en leer un mapa mientras corría por medio del bosque? Ninguno… Optimista, sí que lo era… Miró el cielo azul y claro. No había ninguna nube que manchara aquel tapiz impoluto. ¡Se estaba tan bien! Pero el sol ya estaba alto y tenía que hacer alguna cosa por tal de llegar a la meta, para llegar a casa.
María respiró profundamente, se levantó lentamente y fue a buscar el mapa que el aire había enganchado en unas margaritas silvestres. Lo giró varias veces hasta que encontró la posición correcta de la representación geométrica en el papel arrugado. Por eliminación escogió la senda de la derecha por dónde aún no había pasado. Volvió a sumergirse en el bosque frondoso con la esperanza de encontrar la dirección correcta. Caminaba y caminaba. María se sentía agotada. Sus pies se arrastraban esquivando las piedras del suelo. Se arrepentía tanto de haber venido…. Ahora estaría en casa, leyendo un buen libro o cocinando o simplemente dormitando en el sofá. Pero no, ella tenía que hacerse la valiente y demostrar a todo el mundo que era capaz de ganar aquella carrera. Orgullo traidor. No le volvería a hacer caso. Prometido. Ya sabía, sin embargo, que no tardaría en romper esa promesa. ¿Tanto le importaba lo que pensara la gente? El cansancio ya no la dejaba ni pensar. No tenía que demostrar nada a nadie pero allí estaba ella, perdida en medio del bosque demasiado engreída como para aceptar la ayuda de nadie. Ya no tenía fuerzas ni para llorar. De repente, un único pensamiento le ocupó la cabeza: aquel caminito tortuoso la llevaría a su destino, el que fuera, pero su propio destino. Dejó de preocuparse y continuó el camino mirando el suelo, observando detenidamente lo que pisaban sus pies. Un par de horas de atento deambular y llegó a lo que parecía el final del camino, su destino estaba delante de ella… Seguro que esta vez no se había perdido. Aguantó la respiración por unos segundos como si estuviera a punto de zambullirse en un mar profundo, cerró los ojos y dio su último paso.
María sonrió, sentía otra presencia cerca. Debía ser otro participante que la ayudaría a encontrar la dirección correcta. Emocionada, abrió los ojos. Allí había un participante. Tenía un número adosado a su pecho, igual que ella; así que no había ningún tipo de duda de que él era otro corredor. María se lo quedó mirando fijamente como si mentalmente le estuviera llamando la atención. Entendió casi inmediatamente que aquel hombre no podría ayudarla. Estaba sentado en su roca, aquella en la que ya se había sentado ella tres veces, y miraba frustrado el mapa arrugado. Él también estaba perdido.
-Hola- dijo ella tímidamente. Él levantó la cabeza y la miró. Aquellos ojos negros se le clavaron directamente en el alma.- ¿También te has perdido?
-¿Perdido? ¿Yo?- rió y se dirigió a María sin dejar de mirarla.- Creo que nos acabamos de encontrar.
Y fue, en aquel preciso instante, que, aquel desconocido, hizo recordar a María lo que era confiar en alguien. El sol marcó el mediodía y el tiempo se paró, inexorablemente.
Publicación de origen:
Valors nº 97: Els castells (català)
Comentarios
Me gusta la secuencia angustiosa del centro.
Un beso!