Ni tan siquiera sé por qué empiezo a escribirte, tal vez sea porque necesito expresarme de alguna manera con alguien que sé que no me traicionará. Ya casi es el final del verano. Hoy llueve y voy en un tren, un Cataluña Exprés para ser más exactos. Destino: Barcelona-Estación de Francia. Hora de llegada: las 15:45. ¿Por qué me he subido a un tren si el trayecto dura sólo una hora? Posiblemente sea porque necesito escapar, aunque sea por poco tiempo, de la realidad que me rodea; necesito olvidar lo ocurrido, aunque resulte difícil; necesito volver a ser lo que era, una chica de espíritu romántico que pueda saltarse las normas de esta época (que no es la suya); necesito sentirme mística cuando escribo y en la vida diaria; necesito sentir el amor; necesito que el hielo de mi corazón se funda; necesito a mi madre; necesito todo lo que aquel fatídico día y aquella maldita llamada telefónica me arrebataron.
Yo tenía quince años, cuatro horas y quince minutos cuando mi padre me hizo salir con urgencia de clase, ya que mamá estaba en el hospital. Entramos en el coche y dentro de él pude ver que mi padre estaba pálido, blanco como la pared, y que hacía poco que había llorado. Le pregunté qué había pasado y, con serias dificultades, me dijo que un coche se había saltado un semáforo y la había atropellado. Cerré los ojos mientras rezaba para mis adentros para que mamá se pusiera buena. La quería mucho, al igual que a mi padre. Las dos hablábamos de muchas cosas; ella sabía cuando tenía un problema y me comprendía; para mí era la mejor amiga que nunca pude desear. No quería que se muriese. Ella no podía morirse, pero la imagen de la muerte no se iba de mi cabeza. Papá me miró, creo que descubrió mi preocupación por mamá, y me sonrió. Aquel día los ojos de mi padre me parecieron más tranquilizadores que nunca y, por un momento, me sentí mejor. Después de mirarme y sonreírme volvió la mirada a la carretera y me dijo:
-No te preocupes, hija. Todo saldrá bien. El doctor que la trata es muy bueno y hará todo lo posible por ella.
-Eso espero-le contesté tristemente.
Cinco minutos más tarde, el silencio del motor indicó la llegada al hospital. Mis piernas tiemblan. Tenía miedo de que cuando llegásemos ya estuviese muerta. Papá me pasó la mano por el cuello y me miró. Su mirada me dio fuerzas y, entonces, todos mis temores desaparecieron.
Su habitación era la 215.
Entré en el cuarto y, detrás de mí, papá. No podía creer lo que mis ojos veían. Ella estaba enganchada a muchas máquinas que le daban algo parecido a la vida. Me acerqué a la cama y la cara de mamá me pareció demasiado blanca para ella. Era una mujer muy enérgica para encontrarse en aquel estado. Mi abuela estaba al lado del lecho, la miré y las lágrimas atravesaron mi cara. Me pregunté si mamá vería algún día a sus nietos. Papá se acercó por detrás y puso sus manos sobre mis hombros. Aquella visión nos hacía sufrir a los dos. Volví mi cuerpo hacia él, dirigí mi mirada hacia sus ojos y pude comprobar que él también estaba llorando. Intentamos consolarnos mutuamente mientras que, en aquella cama, mi madre iba perdiendo todas sus fuerzas y ganas de vivir.
Salimos de la deprimente habitación, fuimos a hablar con el médico que la trataba y éste nos dijo que estaba muy grave y que, posiblemente, mamá no viviría más de dos días; pero, por supuesto, ellos harían todo lo que fuese necesario por ella. Aquel hombre me estaba poniendo enferma y furiosa; papá se dio cuenta y se despidió del médico. Los dos salimos muy abatidos, subimos al coche y fuimos a casa.
Al llegar, todo parecía como vacío, como si se hubieran llevado la luz y la alegría. Papá se disculpó y caminó despacio hacia su despacho; yo me dirigí hacia la habitación de mis padres, en la planta de arriba, y me senté en el lado de la cama de mamá. Cogí la cajita de música, que le regalé a ella por su cumpleaños cuando yo tenía seis años, de la mesita de noche y la abrí. De ella salía una dulce melodía que mi madre tarareaba torpemente pero con insistencia casi todo el día, me gustaba escucharla. Cerré los ojos y, en medio de aquella oscuridad, escuchaba a mi madre reír, veía su cara y quería tocarla, alargué la mano y entonces me di cuenta de que ella no estaba allí. La música dejó de sonar y abrí los ojos. Una tenue luz entraba por las cortinas cerradas de la habitación; dejé la caja, me puse en pie y, con los ojos humedecidos, me dirigí hacia la ventana. Ni siquiera tuve el valor de descorrer las cortinas, tenía miedo a mirar el jardín, que mamá cuidaba con pasión, y ver las flores marchitas por culpa de lo que le había sucedido a ella. Comencé a llorar silenciosamente apoyada en la pared que estaba al lado de la ventana y, poco a poco, fui escurriéndome por ella hasta quedarme sentada en el suelo. Las lágrimas salían de mis ojos, abracé mis piernas con fuerza y me quedé allí quieta, hasta casi las diez de la noche.
A esa hora mi padre vino a ver lo que hacía. Había estado trabajando hasta ahora y quería que fuese a cenar con él. Yo no tenía hambre, pero él insistía. Me enfadé, le grité y me encerré en mi habitación. En aquel momento le odié pero, más tarde, recapacité y me di cuenta de que él también sufría aunque no lo demostrara, y sabía que lo estaba pasando mucho peor que yo.
Fui al armario y me puse el camisón, luego me acerqué a la mecedora que tenía, cogí la bata que estaba sobre ella, me calcé las zapatillas de estar por casa y me dispuse a abrir la puerta para bajar y desearle buenas noches a papá, pero, en aquel instante, sonó el teléfono. Abrí la puerta de mi cuarto y comencé a bajar las escaleras. Desde donde estaba se escuchaba un murmullo. Papá hablaba desde su despacho y yo bajaba muy lentamente. Al fin llegué abajo y me dirigí a la habitación donde se encontraba él. Había dejado hablar. Abrí la puerta. Papá estaba sentado en su butaca con la cara cubierta por sus manos. Lloraba. Yo le pregunté tímidamente:
-¿Qué pasa, papá?
Él me miró. Tenía los ojos rojos, luego bajó la cabeza y me contestó entre sollozos.
-Tu...Tu madre, Eryn... Han hecho todo lo posible pero...-me miró-tu madre ha muerto.
-Nooo- grité con todas mis fuerzas cayendo al suelo de rodillas-¡No!¡Mamá! ¡No puede estar muerta!¡No puede! Me oyes...
Papá se levantó, se acercó, se agachó y nos abrazamos los dos llorando. Dos días después de su muerte, mamá era enterrada en el cementerio de la ciudad. Yo no fui al entierro, sencillamente no tenía fuerzas. Cuando papá llegó estaba muy abatido. Se fue directamente a su despacho y se sentó en la butaca. Esperé diez minutos y me dirigí a donde él se encontraba. Lo miré, parecía cansado, me acerqué a él, me sentó en sus rodillas y lo abracé, él me besó la frente y también me abrazó. Me sentía bien; yo buscaba protección y él me la dio. Entre sus brazos, recordaba tiempos pasados, cuando era niña y, cada sábado, al ponernos toda la familia a ver la televisión, aquella escena se repetía. Yo, ahora, era demasiado mayor, había crecido en cuestión de horas, y echaba de menos lo que hacíamos antes: hablar con mamá, tenerla cerca, jugar con papá, escuchar su risa... Sí, había crecido, pero dentro de mí era una niña, una niña que tiene que aprender muchas cosas y sola no lo puede hacer, una niña que tiene miedo y demasiados temores... Así me sentía. Imágenes de mi vida pasaban raudas por mi mente. Deseaba estar en aquel pasado tan reciente con ella, retroceder en el tiempo y ser, otra vez, pequeña.
En el tren me parece estar todavía con ella, era su medio de transporte preferido. Amaba sus asientos, sus pasillos, las vías, las máquinas que hace que aquella mole inerte se mueva, sus motores, sus cristales, los vagones, la gastada tapicería... Amaba el tren desde la primera hasta la última pieza que lo componía. Conocía cada uno de los diferentes modelos, los horarios, su maravillosa historia... Me lo enseñó todo acerca de éstos, sus mejores amigos. Mamá me enseñó a amarlos y a respetarlos, como a ella. Tal vez los necesite para recuperarla, ya que ellos no se han ido, tal vez los necesite para volver al pasado, tal vez los necesite para sentir de nuevo la voz, la risa y la dulzura de mi madre, tal vez los necesite para que mamá entre de nuevo en mi corazón y no se vuelva a marchar.
P.D.: En la estación anuncian la llegada del tren. Son las 15: 45 en algún lugar del globo terráqueo.
2n. ACCÉSIT
Concurso Nacional de Narración Breve de R.E.N.F.E.
1r. PREMIO PROSA JUNIOR
Coordinadora de APA de Enseñanza Secundaria de Terragona
I.S.B.N.: 84-87658-38-5
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