EL RELOJ DEL CONEJO BLANCO
Ilustrador: Javier Garcia (http://javigaar.blogspot.com)
Laia bajaba corriendo las escaleras con un zapato puesto y el otro en la mano mientras hacía equilibrios para intentar ponérsela sin mucho éxito. Se había vuelto a quedar dormida y llegaba tarde al trabajo otra vez. No entendía por qué siempre llegaba tarde a todas partes. Era como si su cuerpo no pudiera seguir el ritmo de su vida. El café quemaba y sólo dio un bocado a la tostada porque no tenía tiempo de acabársela. Cogió el abrigo y cerró la puerta de casa con un golpe seco. El sol la deslumbró y un coche casi se la come al cruzar la calle. La gente corría a su alrededor como si hubiera un fuego o estuvieran a punto de bombardear la ciudad. Sus rostros estaban serios y las facciones eran ferozmente duras.
Laia se reincorporó a la marabunta y siguió el flujo natural, rápido y sin pausa. En el metro era difícil de respirar. Una multitud de gente luchaba por entrar pero Laia no tuvo suerte y tuvo que esperar al siguiente. Se sentía como el conejo de Alicia en el país de las maravillas. Miraba su reloj constantemente mientras las manillas rodaban y rodaban con una aparente velocidad.
Consiguió entrar en el metro a empujones como si coger el metro implicara su supervivencia. Una parada. La cara de Laia se preocupaba. Otra parada. Laia miraba el reloj con impaciencia. Tercera parada. Su pie golpeaba irritado el suelo. La siguiente era su parada. Laia volaba a través de los pasillos. “Llego tarde, llego tarde, llego tarde”, repetía la chica como un mantra. Las escaleras parecían interminables y su respiración cada vez era más angustiante. Veía el edificio de oficinas en la lejanía como si fuera un espejismo, como si nunca pudiera llegar, como un sueño inalcanzable. Respiraba fuertemente. El aire le pesaba. Sudaba. Al llegar a la puerta principal, no se abría. Extrañada, Laia golpeaba con fuerza la porta mientras gritaba para que la abrieran. Nadie parecía oírla.
De repente la gente desapareció y unas lágrimas de frustración le resbalaban por las mejillas. No lo entendía. ¿Qué estaba pasando? Gritaba salvajemente. Poco a poco todo se volvió invisible y el cuerpo deshecho por los nervios de Laia suplicaba de rodillas en el suelo para que alguien le explicara qué estaba pasando. Había perdido la cabeza. No lo entendía. Temblaba. Chillaba. Lloraba. El ruido insistente de la sociedad se había convertido en un silencio sepulcral. Miedo. Inseguridad. Soledad. Pánico.
El despertador la salvó de su pesadilla. Laia abrió los ojos. La cama estaba toda sudada. El cuerpo todavía le temblaba asustado. Bajó las escaleras lentamente con los pies descalzos saboreando cada escalón, digiriendo la frialdad del suelo para sentirse viva. Abrió el balcón y todavía en pijama y sin zapatos salió al jardín. Hacía un sol espléndido, de aquellos soles de primavera que te llenan de energía y vida. Era domingo y el ambiente desbordaba paz y tranquilidad. Laia respiró profundamente. Las flores escarchadas. El césped húmedo. La brisa marina. El viento transportaba la música del mar constante de las olas. Laia puso su mano sobre su pecho. El corazón le latía suave siguiendo el movimiento hipnótico de las olas, el ritmo interno de la tierra y se sintió conectada al universo.
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